El eterno se crea a la mitad del invierno, encerrado en una habitación con la más inmensa soledad. Se queda en cama uno o diez días, mientras le crece la barba y hasta que una mañana la luz del sol entra por la ventana, lo suficientemente espléndida como para despertarle, blanca como no la hay en ninguna otra estación. Le toca la piel, los ojos, las uñas, y lo desnuda completamente. Las sábanas se resbalan como agua, mientras despacio, sujeto por el vacío desde la pelvis, su cuerpo se despide de la gravedad y flota en el aire a la mitad de una habitación vacía, intentando respirar. Ahí arriba todo es diferente: las extremidades colgando con la gracia que jamás un mortal podría andar, la belleza expuesta por primera vez en una vida, el infinito silencio. Por dentro, los pulmones se comprimen, el corazón se acelera, su garganta seca se abre y se cierra como la de un pez fuera del agua y todos los músculos del cuerpo duelen como si se quemaran. Ahí arriba el cuerpo agoniza y se despre