El cuerpo recuerda. El atardecer enumera las partes donde ya no duele. El atardecer dura dieciséis segundos y los ojos hundidos ya no son negociables. Las calles entre los huesos se llenan de sal y saben a milagros cada vez que se sacuden. En las ventanas dejamos huellas dactilares y recuerdos plásticos, manos tejidas con agujas eléctricas, ojos oscuros que atraviesan el vacío... El cuerpo recuerda. Aunque se llene de gusanos y cambie la llave de la puerta de entrada. El cuerpo recuerda, yo anochezco. Viajo como viajan los arboles a través del desierto, me veo las entrañas y les encuentro colores magníficos. No hay más luces cálidas después de las siete: como pájaros se van a dormir y dejan las calles desiertas. El cuerpo recuerda y no tengo más que fantasmas enmarcados. Pero yo recuerdo poco, muy poco.
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Te olvido
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Yo no te pienso ahora porque te quiero, y no te quiero ahora porque te pienso, pero si alguna vez te quise un poco tonto, un poco frágil, un poco mío, monstruo: me digo que no te cuido, que te olvido, y que si quiero cargar con mi máscara, después de arrancarme la piel y ser un poco fuerte, monstruo: te digo que a veces, los monstruos lloramos, nos caemos y nos arruinamos de por vida las rodillas, y bailamos con dolor, y no queremos pintarnos las uñas, por miedo a arruinarlas por miedo a que no sea del color que siempre soñamos. Miedo de que nos tachen de monstruos, miedo de no poder quitarnos de encima la sangre canina, y los ojos vendados del dios que nos prometieron nos observaría de por vida y repudiaría nuestra máscara torcida de cuando nos soñamos un poco tontos, un poco frágiles, un poco nuestros, y nos llamamos monstruos.