Por tantas vidas

Existió una vez, sólo una vez y para siempre, un amor tan abrazado a la tristeza que terminó por entristecer. 

La noche se enamoró del sol. De su sonido, de su calor, de su eterna mirada y sus besos a la distancia. 
El sol, ¿quién sabe? Quizá también se enamoró. 
Pero no estaban destinados a ser, porque el uno sin el otro existían en el eterno dolor de no poder existir el uno con el otro.
Mañana tras mañana, por un pequeño instante, los amantes se tocaban. Pero, al primer roce, ella tenía que morir. El sol sufría, aceptando por tantas vidas un ligero contacto que significaba todo, que coloreaba de rosa la herida de la noche. La noche sufría, llevando consigo por tantas vidas una llaga sobre su piel que sólo podía significar un beso más de aquel que tanto amaba. 
Ella siempre volvía, tomando el sufrimiento que todo contacto significaba, muriendo una vez más sólo para sentir cerca al amor otro segundo. 
Ella sabía que siempre volvería, él sabía que siempre estaría ahí. 
Se habían enamorado no sólo del roce, sino también del dolor que había detrás.

Y así, a través de tantas vidas, la tristeza se encontró tan abrazada al amor que terminó por enamorarse.