Sangre en tu nombre
El mundo estaba en llamas.
Las casitas de madera caían a pedazos, los animales corrían asustados lejos del
fuego y la gente peleaba, gritaba, moría con una espada plateada atravesándole
el pecho. Era un ejército contra una pequeña aldea, era el miedo más despiadado
de los humanos contra brujos inocentes. Eran inocentes, pero Lazarus no se
atrevió a decirlo ante su perdido y cobarde emperador, quien había enviado a
todos sus soldados a saquear la aldea y asesinar con su propio acero a casi un
centenar de personas.
Eran inocentes, salvo uno de ellos. Tenía ojos verdes, bravos, llenos de culpa
cuando salir de entre los escombros se encontraron con los negros y crueles de
Daniel Lazarus. Era una mujer muy menuda, hermosa, con ropas sucias, y llevaba en los brazos el
cuerpo de una niña.
“Lazarus…”
Suplicó clavando
las rodillas en el suelo. Lloraba. Él se arrodilló a su lado y en ese momento pensó
que era la criatura más bella en el mundo. Le acarició el rostro, con los
pulgares intentó secar las lágrimas de sus mejillas y la miró tanto a los ojos
como le fue posible. Nunca se había sentido más maldito.
“Lazarus, Lazarus, Lazarus”.
La guerra se convertía a su alrededor en una carnicería, pero durante un
pequeño instante sólo existieron ellos dos. Lazarus la besó y se acercó a ella como
jamás se había acercado a nadie, le tomó el cabello, le abrazó el alma. Sus
bocas ardieron como las casas a su alrededor y luego él, con la delicadeza que nunca tiene un guerrero, sacó de entre sus
ropas una daga larga como sus manos cuyo mango tenía la forma de un dragón, y con ella
atravesó las costillas de esa a la que tanto había amado.
Los ojos verdes y bravos se
abrieron mucho justo antes de apagarse, sin más, su cuerpo cayó sobre
la tierra con un
ruido sordo y la sangre comenzó a extenderse por todo el blanco de su vestido. Él
vació sus pulmones en un grito de angustia y una niña lloró a su lado con el
rostro hundido en el suelo.
Despertó empapado de sudor sobre
un colchón de paja, en una tienda de tela cuya única iluminación era la llama
moribunda de una vela en el suelo, para descubrir con horror que los mismos ojos que en su sueño se
extinguieron le miraban con desprecio desde arriba.
Instintivamente se arrastró hacia atrás
hasta que tuvo la fuerza suficiente para ponerse de pie. Sintió su corazón
salírsele del pecho, su cuerpo tembloroso. El miedo le heló los huesos cuando
descubrió que esa noche, después de diez años de terrores nocturnos, la
pesadilla no desapareció al despertar. Estaba dentro de su tienda.
“¿B-bea?” Susurró. Tardó un
largo momento en darse cuenta de que ella no era Bea. Sus rasgos eran más toscos,
su nariz estaba torcida, tenía el cabello corto como el de los hombres.
“Bea está muerta” Respondió
la mujer con una voz fría que nunca había escuchado. Y, si bien su voz era
inexpresiva, en sus ojos brilló la tristeza. Por un segundo Lazarus vio a una
niña. Una niña frágil e indefensa, inconsciente en los brazos de su madre.
“De cualquier forma estaría
muerta. Ellos la hubieran asesinado. Nadie viv…”
El acero relampagueó contra
su mejilla antes de que pudiera terminar de hablar, un líquido caliente resbaló
por su cara y llegó a sus labios con el sabor de la sangre. Luego llegó el
dolor, tan agudo que le hizo gritar y encogerse sobre sí mismo.
Cuando pudo abrir los ojos, vio a la mujer sosteniendo en su mano derecha una daga manchada de rojo cuyo mango tenía
la forma de un dragón. Recordaba esa arma, larga como sus manos, impregnada en sangre
cuando en el suelo la soltó a lado del cuerpo sin vida de Bea.
“Oh, Lazarus. Tienes tanta
sangre en tu nombre”, dijo ella mientras le ponía la mano libre en la mejilla.
Intentó extender sus manos, alcanzar su espada, defenderse… pero sus músculos
estaban tensos y sentía la creciente desesperación de haber perdido el control de su propio cuerpo.
Ella lo tendió sobre su colchón de paja, casi con delicadeza. Tenía las manos pequeñas,
suaves, y ardieron como fuego cuando tocaron la herida en su rostro y limpiaron
la sangre torpemente. Lazarus ni siquiera pudo gritar, estaba paralizado, a
merced de esa mujer con ojos verdes, bravos y amargos.
“Lazarus, tienes miedo. ¿Por
qué tienes miedo?”
Sintió el peso de la mano
femenina separarse de su rostro, y le vio usar la misma daga con mango de
dragón para abrir la piel de su desnudo antebrazo. La sangre brotó rápidamente
y cayó sobre la boca y barbilla de Lazarus. Tomó luego de entre sus ropas una
flor, que en las sombras parecía ser azul como el cielo nocturno, y la metió en
la boca del hombre inerme.
Poco después la tienda se
encendió en llamas y la mujer desapareció, dejando un rastro de sangre por todo
su camino hasta el bosque. Fue cuando el fuego tocó los pies de Lazarus que
pudo moverse de nuevo. Gritó desesperado, pidiendo auxilio.
Antes de que las
primeras luces aparecieran en el cielo el campamento dejó sus tiendas.
Esa noche, después de diez
años de terrores nocturnos, la pesadilla cambió: había soldados a su alrededor,
todos lo miraban y apagaban los últimos rastros de fuego a pisotones. Le
gritaban, lo golpeaban e insistían en que hablara, pero él sólo podía
balbucear.
Horas después, al despertar,
se encontró en medio del humo y el silencio que queda en el campo cuando un
ejército se va. A pesar de que los rayos de sol le abrasaban la piel, cada uno
de sus intentos por abrir los ojos y ver, se vio frustrado por una inmensa
oscuridad.
“Lazarus… Lazarus…
Estás maldito.
Y ciego”.