El fantasma de un ángel hecho de luz de sol

En el tren subterráneo de Londres, cerca de una estación que presagiaba fortuna, el joven de ojos estrellados conoció el amor.
Era una chica menuda, de ojos castaños y una mata de cabello rebelde del mismo color. Tenía una caja de cartón sobre las piernas, de donde sacaba con nerviosismo pedacitos de pan azucarado que no se llevaba a la boca. A pesar de sus ojos tristes, la muchacha irradiaba luz como nunca había hecho el sol, con un fuego tan sólido que casi podía olfatearse. Él apenas podía creer la manera en la que el ángel le arrancaba el aliento y podía pasar tan desapercibido para el resto del mundo.
El tiempo pudo haberse detenido, pero no lo hizo. Y no fue hasta atravesar un par de estaciones cuando el silencio cobró sentido, cuando los ojos de estrellas, que tantas eternidades esperaron, fueron por fin besados por el infinito calor de los ojos soleados a un asiento de distancia.
Ella sonrió, pero no demasiado, antes de levantarse y desaparecer a penas se abrieran las puertas del vagón. No sin antes dejar la caja de cartón sobre las piernas del tan conocido desconocido con los ojos estrellados.
Fue quizá ese segundo en la vida del que persigue un sueño, el más largo y aterrador. Porque él no podía imaginar sus próximas exhalaciones si ella se perdía para siempre, porque había una carta sellada y repleta de brillantina en el sitio que el ángel acababa de dejar. Como si la tierra gritara en una desesperada oportunidad de dejarle correr tras ella.

"¡Ángel!" Llamó con su último aliento, también plagado de estrellas.
Se cerraron las puertas del tren, pero él ya lo había dejado atrás.
"Ángel".
"No soy un ángel".
La tierra se sacudió, y mientras el sonido de su voz se disipaba en el aire, como si no hubiese sido suficiente para alterar el equilibrio de un sólo hombre con los ojos de estrellas, una mirada que parecía derramarse desmintió sus palabras.
"¿Qué eres?" Preguntó casi en un susurro.
Ella tardó en responder, mientras sus manos secaban las lágrimas que habían logrado bajar hasta sus mejillas.
"Es un secreto".
Él asintió, ahogando su curiosidad, casi volviendo a la realidad. Casi.
"¿De verdad eres tú?"
"De verdad".
Sacó la carta de sus bolsillos. Tenía una esquina doblada y un montón de preguntas adentro, aunque eso él no lo sabía.
"Creo que es tuya".

Volvió a temblar. Era ella, o la tierra, o el universo entero, una vez más y con una fuerza que podía quebrar el océano. 
"De verdad eres tú".
Esta vez ella no intentó secar sus lágrimas, las dejó correr. Tampoco cuidó que su sonrisa fuese ligera, la dejó escapar. Y fue brillante, cálida. Entonces él supo que el resto de sus días serían fríos sin esa sonrisa.
"De verdad". Repitió, sonriendo también.
"Es tuya". Dijo aquella con los ojos como un atardecer, dejando en las manos ajenas, que tanto quería como suyas, la carta con brillantina. Aquel roce fue un relámpago, fugaz e intenso. E incluso así, cálido.
Pero ella no se dejó sujetar. Corrió, se esfumó. No le dio tiempo de mirarle desaparecer.
Casi volvió a la realidad.
Casi.

Y tras un rato mirando al vacío con la garganta hecha un nudo, se dio cuenta de que de no ser por una caja de cartón bajo su brazo, llena sólo de migas de azucar, aquel trozo de papel estrujado en sus manos, y la promesa ahí escrita de volverse a ver, el joven con estrellas en los ojos hubiese terminado por creerse loco. Porque, ¿Quién podría enamorarse, aún sin haber llegado al final del mundo, del fantasma de un ángel hecho de luz de sol?

"No me busques en tus sueños, 
tremenda pesadilla que soy.
Búscame en el cielo,
en las tardes de sol.
Volveré.
Esta vez volveré".